Los Elfos de Feldgrin es el título de una apasionante historia de Fantasía, que se desarrolla en un lejano reino élfico, casi aislado del resto del mundo. Feldgrin, la esplendorosa nación élfica, es invadida por un terrorífico ejército orco. Solo unos pocos millares de supervivientes logran escapar de la sangrienta ocupación y se ven obligados a emprender un largo periplo, plagado de penurias y dificultades para tratar de huir, no solo de la amenaza de los orcos, sino de otros peligros aún peores: un malévolo príncipe elfo, hermano del rey, a quien odia, tiene sus propios motivos para perseguir con su ejército a los exhaustos fugitivos de forma obsesiva e implacable. Si te decides a sumergirte en las páginas de esta historia, acompañarás a sus personajes en una extenuante odisea en la que sufrirás, sí, pero también te emocionarás, llorarás, reirás y ... te enamorarás. Yo te invito a que vengas a vivir entre los elfos de Feldgrin esta agotadora, pero también maravillosa aventura.

MUESTRA DE LA NOVELA PARA LEER

 

 

 FRAGMENTO DEL CAPÍTULO 2.2 (EL RELATO DE LENDRA)

 

Una vez abandonaron la ciudad de Feldgrin, los exploradores, milicianos y civiles conducidos por Lendra, no tenían otra obsesión que alejarse todo lo posible de la ciudad invadida.

Volviendo las cabezas continuamente hacia atrás, temiendo ser perseguidos en cualquier momento, tomaron el camino del este, tan rápido como pudieron.  Muchos elfos iban cargados, por lo que no se podía esperar que pudieran avanzar demasiado rápido, ni que aguantaran aquel ritmo demasiado tiempo.  Anochecía.  Con el cielo tan cubierto de nubes, la oscuridad era mucho más densa de lo normal.  Pronto, no verían apenas para distinguir por dónde poner los pies.

Para colmo de males, el cielo ya no pudo contenerse más, y vomitó sobre sus cabezas una ingente cantidad de agua.  Sobre los desdichados fugitivos se desató una tormenta tan intensa, como hacía décadas que no habían visto.  Pero no podían permitirse el lujo de guarecerse en ningún sitio.  El riesgo de que los orcos salieran de la ciudad para perseguirles, era demasiado alto.  De modo que al miedo y a la desesperación, añadieron el estar empapados y el tiritar de frío, por si no tenían suficiente.

Lendra pretendía cruzar el Puente Infinito cuanto antes.  Si no se detenían, lo alcanzarían en pocas horas.  Una vez al otro lado, podían plantearse cortarlo, si con eso se aseguraban quedar a salvo del ataque de los orcos.  El único reparo que continuaba carcomiendo la conciencia de Lendra respecto a aquella decisión, era que si derribaban el puente, dejarían atrapados a otros elfos que pudieran escapar con posterioridad a ellos.  Sin embargo, que huyeran más elfos era una eventualidad incierta, mientras que Lendra tenía la terrible responsabilidad de tener que responder por todas las personas que ahora conducía.  La joven comandante finalmente pensó que lo primero era atravesar el puente.  Después tomaría la decisión. 

Fueron unas horas de terrible angustia.  Lendra ordenó a sus hombres que azuzaran a los civiles para que no se retrasaran.  Algo le decía que los orcos no les iban a dejar las cosas tan fáciles.  Fue entonces cuando algunos exploradores advirtieron que ya se divisaban las siluetas de los edificios de Tandarim, la aldea  élfica que se levantaba junto al Puente Infinito.

Algunos elfos comenzaron a correr hacia la aldea, ansiosos de guarecerse en ella, y también en la creencia de que los aldeanos les acogerían y les ayudarían.  Pero aquella esperanza se desvaneció en cuanto penetraron en aquella pequeña villa rural.

 Allí no encontraron más que cadáveres.

Toda la población de Tandarim, hombres, mujeres, ancianos, niños… los habían masacrado a todos.  Sus cuerpos se esparcían, mutilados, por todas partes.  El olor a carne quemada y a la vez descompuesta, era nauseabundo.  Los orcos habían incendiado muchas de las cabañas, aunque el aguacero estaba extinguiendo los fuegos, dejando un penetrante olor a madera carbonizada en el aire.

El shock sufrido por los  elfos fue tan fuerte, que parecieron olvidar qué hacer a continuación.  Lendra tuvo que gritarles, para hacerles reaccionar:

 —¡No os detengáis ahora! ¡Ya no podemos hacer nada por ellos! ¡Buscad la entrada al puente!

 Con los ojos desorbitados por el miedo, los elfos se obligaron a avanzar, pasando sus piernas por encima de los innumerables cuerpos.  Al fragor de la lluvia cayendo con inusitada fuerza, se sumaba ahora el ruido de fondo del Salto Perdido, la estrecha pero larguísima cascada en la que el río Sindar, en la orilla opuesta del abismo, se precipitaba contra el fondo del desfiladero que allí se iniciaba y continuaba hacia el norte, excavado por el turbulento río. 

Al norte de la aldea se alzaba la boca del puente, construida en un primer tramo con pesados bloques de piedra, aunque en cuanto se iniciaba el vuelo sobre el pasmoso abismo, la construcción de obra, imposible de sostener en el vacío, se transformaba en una larga pasarela hecha con gruesas maromas y tablas de madera, hasta llegar al otro lado, en que una nueva estructura de piedra anclaba el otro extremo al borde opuesto del abismo.

Cuando encontraron la construcción de piedra que daba inicio al puente, sufrieron el siguiente revés que les deparaba aquel lugar maldito.  Ya no tenían que tomar la decisión de destruir o no el Puente Infinito.  Los orcos se les habían adelantado: la pasarela había sido cortada y arrojada al vacío. 

Los orcos no solo habían masacrado a todos los habitantes de la aldea.  Además, al destruir el puente, se habían asegurado de que Feldgrin no pudiera recibir ayuda del exterior.  Y también de que ningún elfo pudiera escapar de la invasión.  Daba la impresión de que una inteligencia despiadada y perversa hubiera planificado aquella acción, con la intención de causar la mayor matanza posible de elfos.

Con los rostros desencajados, completamente acorralados, con su vía de escape cortada, los elfos entraron en pánico.  Muchos comenzaron a gritar y a dejarse caer de rodillas, desmoronándose sus fuerzas al haber perdido toda su esperanza.  El agotamiento, el frío y el miedo, pusieron de su parte para contribuir al derrumbamiento de aquellos desdichados fugitivos.

Lendra decidió que no podía permitirse dejarse llevar por el desánimo.  En su lugar, una intensa rabia le quemó las entrañas.  La frustración de no encontrar una salida para los suyos, le impidió perder el tiempo en deprimirse:

—¡Muy bien! ¡Nos olvidamos del puente! ¡Así que no nos queda otra alternativa! ¡Hacia el norte! ¡Vamos! ¡Seguid andando! ¡Si nos quedamos aquí parados, seremos alimento de los orcos!

—¿Cómo vamos a ir hacia el norte? —protestó Lendelin, gritando para hacerse oír sobre la lluvia— ¡En el norte no hay nada! ¡No es más que una interminable ratonera!

—¿Tienes alguna idea mejor? —replicó Lendra— ¡Mientras sigamos corriendo, tendremos una oportunidad! ¡Lo que sé es que aquí no podemos quedarnos!

—¡La mitad de la gente no llegará viva al Paso de Los Gigantes! —insistió su hermano.

—¡Al menos sobreviviría la otra mitad! ¡Tal vez prefieras quedarte aquí a esperar que vengan los orcos a por nosotros! ¡Igual nos daría arrojarnos nosotros mismos al abismo!

Fimwal acabó interviniendo en la discusión de los dos hermanos:

—¡Lendra tiene razón! ¡No tenemos otra opción! ¡Aquí no podemos detenernos!

Lendelin apretó las mandíbulas, fastidiado de que Fimwal le hubiera dado la razón a Lendra.  Furioso, miró hacia el norte, como si en medio de aquella oscuridad pudiera ver algo que les anticipara lo que fueran a encontrar en aquella dirección.  Con un gesto de rabia, espoleó a su caballo, lanzándolo hacia la oscuridad que se extendía hacia donde indicaba su hermana.  Pareció que se zambullía en una densa nube de negrura, que se tragaba tanto al jinete como al caballo.

—¡Vamos! —gritó Lendra a los demás— ¡Nos quedaremos helados si no nos movemos!

Atemorizados, desmoralizados, y perdida toda esperanza, los elfos de Feldgrin se dejaron arrastrar, en dirección hacia el más incierto de los futuros.  La mayoría desconocía a dónde les conducía aquel rumbo.  Algunos, solo sabían una cosa: el camino del norte iba a ser largo, muy largo.  Largo y penoso.

 

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